A petición de Fogueteiro, vai o artigo de Florentino Cuevillas, titulado Oira.
Como California, como el Klondike, Galicia fue un tiempo el país del oro; pero la llamada del preciado metal no atrajo aquí, como a aquellos países, legiones de buscadores venidos de muy lejos, y que llegaban hartos de caminar por inmensas praderas de savia o por terribles desiertos de hielo, con el cuerpo rendido y los ojos brillantes por la fiebre de la codicia.

O que resta do campo de Oira
No, a nuestra tierra no arribaron estas legiones de hombres encendidos por la sed de la riqueza, y la recogida de nuestro oro, iniciada en épocas imprecisas pero desde luego muy remotas, la hicieron, durante muchos siglos, los indígenas de una manera primitiva, a modo de faena casera, que sólo en algún caso se teñía de color religioso. Y esto era así porque el metal buscado se le apreciaba todavía más como ornato que como dinero.
En los fragmentos de Posidonio se ve a las mujeres de la tribu gallega de los ártabros descender desde sus altas aldeas fortificadas y llegar hasta las orillas de los ríos. Con unos cuantos golpes de azadón sacan del agua arena del lecho, que luego lavan en una especie de cesto de mimbre; y terminada la operación vuelven aquellas mujeres a su casa, con unas cuantas pepitas o unas cuantas escamas amarillas, que van a reunirse con otras obtenidas anteriormente, con la misma naturalidad con que se reúnen los ovillos de lana hilada o las semillas desgranadas.
En Justino, en cambio, entablamos conocimiento del Monte Sagrado, que se emplaza en los confines de Galicia, y que contiene gran cantidad de oro, pero este oro se halla protegido por un verdadero tabú y sólo es permitido adueñarse de él, como un presente de los dioses, cuando el rayo del cielo lo pone al descubierto.
Ya véis, por lo tanto, como aquí no fue lo mismo que en California o en el Klondike, y cómo no hubo fiebre codiciosa, ni lucha de hombres de presa, proque aquí entonces, no se buscaba el deseado metal para obtener dominio, ni mando, ni fuerza; se le buscaba más que nada porque poseía un agradable color y un luciente brillo, y porque adornaba bellamente y el deseo de obtenerlo era tan poco apremiante, que no era capaz de ocupar el trabajo de los hombres ni de romper las cadenas de una prohibición religiosa.
Pero abundaba tanto, que nuestro país es el más rico en hallazgos de alhajas prehistóricas de toda Europa, y el tesoro de Caldas, con sus treinta y dos kilos de objetos áureos, es el más considerable de la Península, y nuestros oestrymnios y nuestros celtas fueron evidentemente los hombres mejor enjoyados de todo el mundo.
Después de la conquista, el aspecto, los procedimientos y los propósitos de nuestras explotaciones auríferas variaron en absoluto. Bien es verdad que en las culturas clásicas e metal amarillo fuera ya belleza en manos de Perieles, poder en las de Alejandro, corrupción en las de Yugurta y desgracia en las de Craso, y que ya no era adorno, era dinero para pagar los soldados y sostener la armazón administrativa del Imperio; y por eso, por ser necesario e indispensable, se empleó en las minas gallegas toda la técnica de los expertos y toda la crueldad de los capataces de Roma, hasta que se consiguió arrancar de ellas veinte mil libras de oro todos los años. En Plinio está la descripción dramática de los trabajos de nuestras minas, en las Médulas del Bierzo su mejor testimonio arqueológico, y en el “Elogio de Serena” de Claudiano, su último eco.

Castro de Oira
Y ahora venid conmigo; vamos a colocarnos por encima del Portobello, frente al lugar de Oira, situado al pie de un espolón del monte, a otro lado del Miño. Hay allí viñedos y pinares, casitas nuevas tendidas a lo largo de la reciente carretera, que casi unen la aldea con la ciudad, tarea captadora a la que ayudan los almacenes del ferrocarril a Zamora que avanzan por aquel lado. Prescindid de todo esto y recordad, en cambio, que Oira se deja derivar fácilmente de Auria y pensad en lo que este nombre puede significar, y luego cerrad los ojos.
Ya no existe el pueblecillo en su actual emplazamiento; las casas rendondas, y con techo de paja están arriba en lo alto del espolón, en un recinto rodeado de una cerca sencilla y separada por un foso de la llanada del Veintiuno. No hay ciudad, ni carreteras, ni puentes; faltan también las vides y los pinos, pero se ven, en cambio, algunos campos próximos al río cultivados de cereales, y después por todo el valle, arriba y abajo un inmenso bosque de robles, de castaños, de alisos, de álamos y de fresnos, y tojos y retamas grandes como árboles, y por todas partes un gran silencio, el silencio augusto de los lugares casi vacíos de la algarabía humana.

Regato de Oira, agora domado
Por un camino que va pegado a un regato viene del castro al río un grupo de mujeres vestidas con túnicas y mantos de colores vivos. Son fuertes y rudas y hablan un extaño idioma; al llegar a la corriente del río se arrodillaron y en una especie de cestos empezaron a lavar la arena. Cantan mientras lavan y en medio de aquel paisaje tan distinto al de ahora, rompiendo el silencio del gran bosque, sube por el aire una canción, una canción que es un alalá, igual a los que las mujeres de Oira han debido ya olvidar en estos últimos años.
(Tres apuntamentos: 1) o regato polo que baixan as mulleres é o mesmo do que fala Risco no seu artigo Por Oira baixa un regueiro. 2) Aureanas, dicíanlle ás mulleres que ían procurar o ouro. 3) As mulleres de Oira nunca esqueceron cantar. Eu son dunha estirpe de mulleres cantoras, as Cuqueiras, dicíanlle ao grupo formado polas catro miñas tías e a miña nai.)
Un pouco máis alá de onde se ven as silvas, á dereita, viña o lameiro, onde iamos coa vaca. Aí había sempre cóbregas, mansas, supoño que natrix, pero que aos nenos sempre nos asustaban.